Cuando lo que queda es el instinto animal
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En esos instantes críticos cuando uno se quiere justificar de todos los males que ha cometido, empieza a valorar esa bendita capacidad de razonar, de pensar, de utilizar la ética y moral en nuestras acciones. ¿Qué pasa cuando actúa ese SER animal que tenemos dentro?
La debilidad de la carne.
Impulsivamente nos convertimos en animalitos sin obligaciones ni respeto, en busca de una exploración del cuerpo, del sexo, de la experiencia. Dilatación de pupilas, se acelera el corazón, las palabras no existen, transpiración, piel... Todo parece confluir en un éxtasis de sensaciones palpables y disfrutables. La anécdota es hermosa, pero como todo en la vida, existen consecuencias. Hace su aparición el ser pensante que ordena las acciones para poder atajar ese manojo de reacciones físicas, y como en un libreto guionado de pesadillas y extorsión mental, comienza el juego.
El disfrutar de algunas cosas viene aparejado de muchos problemas, preguntémosle a Eva y a su bendita manzana. Prevenir mejor que curar Eva, la manzana estuvo siempre ahí, ¿Por qué ahora?.
Intentando ordenar pensamientos la mente a veces juega una mala pasada y se apaga. Nada es tan grave como parece, pero esa mente es la encargada de poner en juicio todos los valores de la sociedad y de analizar críticamente cada acción que realizamos. Algunos mortales no estamos preparados para disfrutar sin culpa, por lo que nos buscamos una buena excusa para que el disfrutar venga con un montón de acciones impulsivas totalmente vacías, y que hacen que esos momentos de disfrute luego se transformen en horas interminables de “deberes”: no debí haber ido, no debí haber dicho, no debí haber llamado, no debí haber whatsapeado, no debí haber existido.
Cuando el ser razonable y moralmente correcto entra en corto, aparece ese pequeño animalito de adentro queriendo avalanzarse sobre la presa. Nos da impresión ese león malo que persigue al venado chiquito y lindo, y en realidad nos la pasamos viendo esas situaciones en todas partes. Somos leones de vez en cuando, y no nos importa que el venado sea lindo y bueno, simplemente no nos importa, es a todo o nada cueste lo que cueste.
Se prende de nuevo la maquinaria socialmente aceptada, los códigos de convivencia se activan, lo moralmente aceptado empieza a mirar mal y empieza la tortura.
Si queres carne, andá a la carnicería.
Los seres humanos somos jodidos. Por un lado está la mente despierta y por otro ese rugido contenido, reprimido, castigado y juzgado, que al igual que todas las veces que salió, ruge con la intensidad de una fiera sin consciencia.
Luchamos con ese animal interno para que no vuelva a salir, le damos clases de cómo comportarse en sociedad, generamos herramientas que actúan como sirenas de alerta a la razón. Pero a veces, la fiera se escapa. Ese bendito ser animal que nos permite poder disfrutar de la naturaleza como parte de ella, a veces se come venados lindos y buenos.
La instancia en la que tenemos que lidiar con ese momento se hace eterna hasta que entendemos que a veces sucede. Las consecuencias devastadoras están a la orden del día, preparadas para salir a la cancha a hacer correr a esos once jugadores llenos de excusas, peros y promesas de no volver a hacerlo.
La mente se encargó de generar disciplina a través de la culpa, y parece que funciona.
Hecha la ley, hecha la trampa.
Entendimos que la mente actúa de una manera muy coordinada con la sociedad, y que el animal actúa en total concordancia con la ley de la selva, pero: ¿Cómo engañar a ese león y no dejar que se aviente a un vacío de culpa y remordimiento?.
La única salida lógica que indica mi ser pensante es que “Hay que atarlo”, atarlo antes de que se convierta en una fiera indomable o en una máquina de comer venados. Pero... ¿Podemos prescindir de ese ser animal?.
A veces las cosas tan sólo valen la pena más allá de las consecuencias, el disfrute del momento hace que todo suene armonioso. Contradictorio ¿No?.
Nos hemos arrepentido tanto de esas malas anécdotas, pero contándolas con una sonrisa en la cara, intentando controlar la felicidad y que no parezca premeditado. Hay placeres tan dulces que el cuerpo no se puede negar y la mente no puede evitar. Será cuestión de atar a ese león pero con cuerda de algodón, o de aflojarle al auto enjuiciamiento.
La vida es una, y ninguno está exento de ese animalito feroz, a veces seremos el león, otras el venado. Quien sabe que sea peor.